No seré yo quien defienda aquello de que mejor malo conocido que bueno por conocer. En modo alguno. Es un planteamiento extraordinariamente conservador que señala el rechazo a los cambios y la preferencia por quedarse como se está, aunque sea mal. Estos días se habla continuamente de la necesidad cambios. Pedro Sánchez -Castejón, como dice el maestro Antonio Burgos- repite una y otra vez que es necesario impulsar un gobierno de cambio. También los podemitas de Pablo Iglesias se expresan en los mismos términos. Repiten, como si se tratara de un mantra, que es necesario articular un gobierno de cambio, aunque no aclaran en qué consistirá dicho cambio. Lo único que se atisba es que lleva implícito un rechazo frontal a todas las políticas desarrolladas por el Partido Popular en estos cuatro últimos años. No sabemos si el cambio al que apela Sánchez significa volver a la política de Zapatero, aquella que dejó el déficit del Estado cercano al 10 por ciento –ahora el diputado socialista Saura se rasga las vestiduras y acusa al gobierno de mentir porque ese déficit está en el 5 por ciento en lugar de en el 4´2 porciento que se había pactado con Bruselas-, aquella que gastó quince mil millones de euros en los llamados planes E, que consistieron en gran medida en levantar acerados que se encontraban en perfectas condiciones para sustituirlos por otros y que llevaron a gastar más dinero del que han supuesto los recortes en sanidad y educación. No nos lo aclara. Su objetivo es alcanzar el poder a cualquier precio y desalojar a Rajoy de la Moncloa. Para ello es imprescindible abominar de sus políticas, incluida la que evitó el rescate a cuyo borde nos había dejado la política de Zapatero y que el propio Sánchez, como diputado entonces del grupo socialista, apoyó sin reservas. No es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer, pero apostar por un cambio sin más, con los antecedentes que puede exhibir Pedro Sánchez no genera confianza.
La política de estos meses recuerda en cierto modo a la del tiempo en que varios partidos firmaban el llamado Pacto de Ostende. Ocurría en agosto de 1866 y el único punto en común de los firmantes -progresistas y demócratas- era destronar a Isabel II, una reina había hecho sobrados méritos para ganarse el destronamiento. Todo lo demás quedaba en segundo lugar. Los conjurados en Ostende consiguieron su propósito dos años más tarde, en septiembre de 1868, protagonizando una revolución a la que se dio el nombre de “Gloriosa”.
Aquella revolución, iniciada en Cádiz al grito de “¡Viva España con honra!”, abrió uno de los periodos más inestables de la política española, que es conocido como el Sexenio Revolucionario. En seis años, tras un gobierno provisional del general Serrano, el general Prim buscó entronizar una nueva dinastía que tras dos años acabó en la abdicación de Amadeo I. Se proclamó la Primera República que en sólo once meses tuvo la friolera de cuatro presidentes de gobierno -Estanislao Figueras, Francisco Pi i Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar-; un golpe de Estado protagonizado por Pavía llevó a que Serrano presidiera otro gobierno provisional. Antes de que antes concluyese 1874, el general Martínez Campos, “manu militari” proclamaba a Alfonso XII.
Salvo por el intervencionismo de los militares y salvando las distancias aquel Pacto de Ostende nos hace pensar en la política de hoy. Si la Historia es mater et magistra esperemos que no ocurra como entonces.
(Publicada en ABC Córdoba el 27 de abril de 2016 en esta dirección)